Que algunas de las nociones que van apareciendo resulten obvias no excluye que reflexionemos a cerca de la relevancia que pueden llegar a tener. Por ejemplo, en la anterior entrada comentábamos a cerca de la importancia que las representaciones mentales tienen en un intercambio comunicativo hasta el punto que determinan el mayor o menor éxito de éste. Durante el desarrollo de un acto de comunicación verbal los participantes siempre tienen una serie de expectativas relacionadas con el comportamiento de su interlocutor y con la marcha del acto de comunicación. Será la frecuencia de estas situaciones la que favorezca que muchas de estas expectativas lleguen a constituirse en esquemas mentales. Así pues, podemos definir estos esquemas como conjunto estructurado de representaciones mentales. Tenemos esquemas mentales sobre nuestra interacción con el médico, el empleado de banca, etc. En todas las situaciones frecuentes de la vida cotidiana hemos asimilado un rol y tenemos reacciones y comportamientos que hemos automatizado en función a nuestra experiencia. Y, generalmente, actuamos en este tipo de situaciones de acuerdo a las normas y hábitos compartidos socialmente. La existencia de los esquemas mentales socialmente compartidos facilita el éxito de las interacciones sociales y confieren personalidad a una comunidad de hablantes. Si una persona desconoce los esquemas propios de una comunidad o elige romper estos esquemas comportándose de un modo no esperado lo normal es que se originen malentendidos pragmáticos y, en consecuencia, juicios negativos sobre el infractor. Un ejemplo muy común puede derivarse de las formas de tratamientos: en unos países de habla hispana tratar de tú a un adulto puede malinterpretarse como una falta de respeto, otras, en cambio, el tratamiento de usted acarrea el consiguiente enfado por haber sido considerado demasiado viejos.
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