Por
Agustín Sánchez Vidal
Lorca fue una leyenda en vida. Su obra sólo es un pálido reflejo del
aura que irradiaba el personaje. Él mismo tenía un fuerte sentido del
mito, un certero instinto para acuñarlo. Y son esas raíces primigenias
las que lo hacen tan universal. Buñuel y Dalí, que le reprocharon su
“costumbrismo”,
no calibraron ese entramado que subyace bajo el fulgor de las metáforas, ni el pasadizo hacia la modernidad inaugurado por el ciclo neoyorquino.
El asesinato hizo cerrar filas en torno a su memoria a séniors como
Antonio Machado, a sus compañeros de la generación de 1927 o a sucesores
como Miguel Hernández, quien tenía en la celda donde murió un ejemplar
del
Romancero gitano.
El mito no dejó de crecer. Cuando el presidente Eisenhower visitó
España en diciembre de 1959, en su entrevista con Franco puso el nombre
de Lorca sobre la mesa. Le informó del manifiesto publicado por
intelectuales estadounidenses, acusándolo de tender la mano a los
asesinos del poeta. El Caudillo atribuyó su muerte a incontrolados, y el
primer mandatario norteamericano lo dejó en evidencia indicándole
detalles muy precisos, proporcionados por sus servicios secretos. A las
dos décadas de su fusilamiento, ya era una cuestión de Estado.
Popular
Por
Mario Hernández
La obra entera de Federico García Lorca, del
Romancero gitano a
Bodas de sangre, Doña Rosita la soltera, Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, Seis poemas galegos o
Diván del Tamarit,
está atravesada por un profundo sentido de lo popular español, que
atiende tanto a saberes, creencias y sentimientos como al modo de
celebración de la vida (y la muerte) en las manifestaciones folclóricas
de toda la Península.
Su maestro de elección, Manuel de Falla, alabó públicamente su condición de folclorista y musicólogo,
y esa vertiente le sitúa en la estela de poetas como Juan del Encina,
Lope de Vega o Luis de Góngora, incluida su rica variedad de registros.
Lorca es, a su vez, como los tres, un poeta capaz de expresarse en
formas líricas o dramáticas, dentro de una tradición literaria que, sin
desconexión con la cultura europea, trata de dar voz a anhelos
colectivos. Esa raíz popular aparece en él quintaesenciada,
transgredida, refinadamente transfigurada. ‘La casada infiel’, por
ejemplo, no es una celebración machista de un don Juan gitano, sino la
versión lírica y exquisitamente irónica de la narración originaria.
Lorca es, en definitiva, un poeta siempre consciente y culto, capaz de
renovar una voz anónima de siglos.
Por
Luis García Montero
García Lorca fue un moderno. A principios del siglo XX, se sumó en
Granada a la rebelión de las provincias para regenerar España con
maestros como Fernando de los Ríos y Manuel de Falla. Fue también un
moderno cuando llegó a la Residencia de Estudiantes en 1919 y buscó a
Juan Ramón Jiménez. Pronto abandonó la elocuencia sentimental para
ensayar la síntesis de las canciones y el poder conceptual de los
versos. Fue moderno al comprender el valor de las metáforas ultraístas y
al acompañar a Salvador Dalí en su paso del cubismo al surrealismo, un
viaje que Lorca caracterizó con las etapas de la imaginación, la
inspiración y la evasión.
Por si fuese poco viajó en 1929 a Nueva York, leyó a Whitman y a Eliot
y sintió de manera muy personal la deriva al vacío de la civilización
contemporánea. Quizá por esto colocó a Garcilaso y san Juan de la Cruz
sobre la tierra baldía, porque dudó del camino lineal que se llama
progreso y quiso habitar un presente perpetuo o un eterno retorno en el
que actualizar el pasado. No es raro que buscase en su último libro,
Diván del Tamarit, un abrazo entre los aires clásicos y la expresión radicalizada.
Flamenco
Por
Pedro G. Romero
Su mitología del cante estaba llena de errores y mixtificaciones, pero la
poiesis, el modo de hacer eran jondos, puro flamenco.
Lorca merece estar en cualquier antología flamenca junto a La Niña de los Peines, su contemporánea.
Por ejemplo, el concurso de Granada de 1922 fue un fiasco artístico y
un éxito publicitario. Falla abandonó el género por los clásicos
castellanos, pero los flamencos se lanzaron como locos a la propaganda
intelectual. Y es que Lorca inventó un público y una manera de entender
el flamenco desde la cultura europea, lo “puro” debía más al purismo de
Le Corbusier que a la impostura primitivista del cante. Es verdad que
muchas veces lo que consideramos lorquismo es ajeno a Lorca. Pensemos,
por ejemplo, en cómo ignoró a Carmen Amaya, que tan bien vendría a su
tópico, y alabó a La Argentinita. Lorca es un efecto, una manera de
enfocar. Por ejemplo, para el situacionista Debord el
Romancero gitano
era digno de Villon, el poeta delincuente. Su homosexualidad y su
asesinato cierran su topología flamenca. Lorca es ajeno a cualquier
binarismo —hombre/mujer, gitano/payo, humano/animal— y se diría que es
flamenco como ahora se dice
queer, maricón, un calificativo
despectivo tomado como bandera. Así, escuchamos a Shostakóvich con
textos de Lorca y nos parecen flamencos. ¡Dios!, qué bien entendía a
Lorca el cante, el decir de Enrique Morente.
Dramático
Por
Lluís Pasqual
El teatro para Federico García Lorca fue siempre “la máscara” —el yo
que adoptamos para relacionarnos con los demás— convertida en arte. A la
que había que dominar y contra la que había que luchar. Lo intuyó desde
niño cuando
oficiaba ceremonias teatrales en forma de misa
para las mujeres de la casa. Luego vendrían los títeres y más tarde las
pequeñas funciones en la entrada de la Huerta de San Vicente. Después se
apropió de la forma del teatro (como de tantas otras formas para
salirse de sí mismo) con el acercamiento de los tímidos, buscando el
antídoto contra la angustia de la soledad. El teatro es un espacio para
compartir siempre con “otro”. Con el público por su misma naturaleza, y
también con los compañeros de aventura en los ensayos que preparan ese
encuentro, ya sea en Granada, en el Teatro Español o en cualquier pueblo
de España de gira con La Barraca. El hombre de teatro, y Federico lo
era, necesita siempre a los demás.
Todos los personajes de Lorca están solos, desde Yerma hasta el director de El público.
Y alivian su soledad compartiéndola con nosotros mientras, en un juego
de espejos, nosotros atemperamos la nuestra. La soledad de Federico y la
nuestra aliviándose en una caricia mutua están en la raíz de su teatro.
Dibujante
Por
Juan Manuel Bonet
Federico García Lorca lo tocó todo, y todo con duende: alhambrismo,
Góngora, Galicia esencial, teatro propio y ajeno, cante jondo, piano,
Nueva York y Walt Whitman, casi cine (con Emilio Amero), Cuba, Buenos
Aires… Pero ahora toca recordar su voluntad de plástica.
Con Apollinaire podía haber dicho aquello de “Y yo también soy pintor”.
Esa vocación nace con sus deliciosos decorados para sus teatrillos,
todavía en una Granada fallesca donde comparte afanes con Manuel Ángeles
Ortiz, Ismael González de la Serna y Hermenegildo Lanz. Se afianza en
Madrid, con Barradas, Maroto, Moreno Villa y Alberti —estos dos, siempre
dobles militantes—, y naturalmente Dalí. Un faro: el álbum
Dessins de Cocteau
(1923). Lástima que no saliera el que planeaba con los suyos. En la
Barcelona de 1927 enseñó algunos Josep Dalmau, inigualable cazador de
talentos. Del año siguiente es la conferencia —con proyecciones—
Sketch de la pintura moderna.
En 1929 participa, siempre allá, en una colectiva en la Casa de los
Tiros. Dibujos los suyos llenos de encanto y espanto, entre lo infantil,
lo popular y lo surreal. Dibujos —preciosos los que hizo para
plaquettes del argentino Molinari y el mexicano Novo— que son otra tesela del impar mosaico FGL.
Cinéfilo
Por
Román Gubern
La generación del 27, coetánea del cine, vivió un idilio con su
dinamismo y poética visual. García Lorca manifestó su querencia con su
pieza
El paseo de Buster Keaton, escrita en julio de 1925 pero
publicada en abril de 1928, que, a través de su tímido protagonista,
contiene muchas alusiones crípticas a su homosexualidad. Y en septiembre
de 1928 escribió
La muerte de la madre de Charlot (recién
acaecida en California), en la que feminizó al cómico, llamándole
“corazón de señorita (…) y del rubor de novia. Cursi. Bello. Femenino.
Astronómico”, aunque el texto quedó inédito.
Y en el intervalo de la quinta sesión del Cineclub Español que fundó Buñuel, en abril de 1929, recitó su
Oda a Salvador Dalí, cuando su amado pintor había desplazado su afecto hacia el cineasta aragonés. Se sintió aludido peyorativamente por
Un perro andaluz y al llegar a Nueva York en 1929 escribió como probable réplica el guion de
Viaje a la Luna
—recuperado en 1989—, rico en imaginería críptica, violenta y erótica,
probablemente para emular y polemizar con sus amigos de la Residencia de
Estudiantes. Fue llevado a la pantalla por el pintor Frederic Amat en
1998 con elegantes efectos cromáticos y digitales.
Americano
Por
Reina Roffé
Uno de los tramos más fulgurantes en la vida de Lorca fue su travesía
cultural por América. Cada lugar (Estados Unidos, Cuba, Argentina,
Uruguay) le reportó algún tipo de satisfacción profesional y una idea
más universal del arte, permitiéndole descreer de las fronteras
políticas y sentirse “hombre del mundo y hermano de todos”. Pero fue en
su viaje a Río de la Plata donde experimentó todo aquello con lo que
sueña un escritor: reconocimiento de sus pares, admiración popular e
independencia económica.
Entre Buenos Aires y el poeta se tiende una doble vía por donde
discurre la mirada enamorada de Lorca hacia la ciudad porteña y la
apropiación amorosa del granadino por parte de Argentina, que, desde
hace 80 años, no cesa de rendirle homenajes y de representar sus obras.
El éxito que obtiene con
Bodas de sangre y las dos ediciones que Victoria Ocampo realiza del
Romancero gitano le parecen acontecimientos significativos y se suman a
la publicación de sus versos prohibidos, la ‘Oda a Walt Whitman’,
que el escritor y embajador mexicano Alfonso Reyes le entrega durante
su escala en Brasil. Lorca siente que allí, en Río de la Plata, tiene un
público devoto, pero sobre todo abierto, que se vuelca a las propuestas
más atrevidas. Esa América que le hizo tomar conciencia directa sobre
la relevancia de una lengua con tantos hablantes, y sobre la existencia
de un continente de acogida en un mundo que ya anticipaba la brutalidad
de los fusiles.
Universal
Por
Laura García Lorca
Según mi experiencia, es en lo concreto de las respuestas
individuales donde se encuentra la traducción de la idea confusa de
“universalidad”. No deja de asombrarme la gratitud y la alegría de las
respuestas, siempre, a la llamada de Lorca. Su empeño en hacer llegar el
conocimiento y el arte a todos lados, como escribió en su citadísima
Alocución al pueblo de Fuentevaqueros
sobre la importancia de los libros, y también en la práctica real de
llevar el teatro a lugares donde no había llegado nunca, se ha producido
con su propia obra. Ha llegado a todas partes.
Que Poeta en Nueva York se publicara en esa ciudad por primera vez en 1940,
acabó por tener una influencia real en autores de lengua inglesa tan
diversos como Jack Spicer, Philip Levine, Allen Ginsberg, Derek Walcott,
Patti Smith, Jim Harrison, John Giorno, Nicole Krauss, James Salter,
Hanif Kureishi y Leonard Cohen, por nombrar sólo a unos cuantos que se
han reconocido en la obra de García Lorca.
El poeta chino Bei Dao cuenta la importancia que tuvo el hecho de que
cayera en manos de un grupo de jóvenes disidentes de la dictadura de
Mao una antología de Lorca hecha al final de los años veinte por un
poeta chino que pasó por Madrid cuando iba a conocer a los surrealistas
en París. Puede que fuera la primera traducción de la obra de García
Lorca. El libro estuvo prohibido y cobró una especial importancia en ese
grupo de intelectuales y artistas, convirtiéndose la palabra “verde”
del
Romance sonámbulo en un símbolo de libertad.
Recientemente, han formado parte de un proyecto interrumpido nada más
arrancar Umberto Pasti (italiano afincado en Marruecos), el brasileño
Bernardo Carvalho, Romesh Gunesekera (Sri Lanka), Fleur Jaeggy (Suiza),
Adam Zagajewski (Polonia), Ida Vitale (Uruguay) y Anne Carson (EE UU).
Esta lista puede ser larguísima y no se limita a escritores, sino que se
abre a artistas visuales, músicos, estudiosos, etcétera.
“Porque yo no soy un hombre, ni un poeta, ni una hoja, pero sí un pulso herido que sonda las cosas del otro lado”.
Muerto
Por
Ian Gibson
“Se le vio caminar…”. Antonio Machado había seguido con asombro y
regocijo la fulgurante carrera de Federico García Lorca desde su primer
encuentro en Baeza en 1916. Diecisiete años más tarde salió conmovido de
Bodas de sangre y le felicitó en una breve nota. Sabía —lo
dice en su famosa elegía— que la muerte daba el hielo al estro del
granadino. Por ello hace que le acompañe en su paseo final y escuche,
atenta, su requiebro.
El túmulo a García Lorca en la Alhambra que pedía Machado no se ha
labrado. Tampoco hay abajo, en la ciudad, calle principal o plaza con su
nombre, lo cual constituye casi una excepción nacional. El Ayuntamiento
del Partido Popular solo quitó el monumento a José Antonio Primo de
Rivera en el último momento, requerido por la ley. Y todavía, 80 años
después del crimen,
no sabemos dónde están los restos del desaparecido más famoso y más llorado del mundo,
máximo símbolo del horror de la represión fascista y de los más de
100.000 víctimas que, para vergüenza de España, aún yacen en cunetas y
fosas comunes.
¿Fueron trasladados a los pocos días por los sublevados —conscientes
del magno “error” cometido— a un paradero secreto? ¿Podría ser cierto,
como se rumorea a menudo en Granada, que el régimen de Franco los
exhumara en una fecha posterior? ¿Aparecieron en 1986, cuando la
Diputación Provincial vallaba el parque de Alfacar que lleva el nombre
del poeta, y se ocultaron ilegalmente en otro rincón del paraje? Me
parece que no es bueno para nadie que persistan tantas preguntas, tanta
incertidumbre. Muchos de los que estamos en deuda con García Lorca, el
hombre y su obra, queremos saber por una vez dónde, exactamente,
descansan sus despojos mortales. Ojalá haya pronto noticias.
Fuente: El País