En el último cuarto del siglo XIX asistimos a un
extraordinario florecimiento de la novela realista que se va a caracterizar por
dar una visión ordenada y coherente de la realidad. Con el cambio de siglo, en
cambio, la novela va a reflejar las
transformaciones del mundo y va a ofrecer una visión cada vez más angustiosa y subjetiva
de la realidad. Algunos de los elementos que van a caracterizar la narrativa de
este periodo son:
-alteración del orden cronológico;
-importancia del individuo (protagonista) frente a la
clase social;
-importancia de diálogo y del debate ideológico frente a las
descripciones y al ambiente;
-mayor preocupación por el estilo.
Algunos de estos elementos van a estar presentes en la producción
novelística de Miguel de Unamuno, uno de los escritores experimentales de mayor
relieve del panorama nacional de este período. Unamuno trasladó a sus novelas
sus preocupaciones filosóficas y existenciales, construyendo relatos de una
gran densidad conceptual.
-sus novelas son una proyección literaria de sus
inquietudes personales. Sus personajes son, a menudo, una mera encarnación de
sus ideas y pensamientos;
-suelen ser novelas “fuera de lugar y tiempo determinados”
a modo de dramas íntimos;
-se elimina toda alusión al ambiente y a las
circunstancias que rodean a los protagonistas;
-la personalidad de los personajes no es estática sino
que está en constante devenir;
-los conflictos psicológicos se van formando y van
evolucionando;
-las ideas son sometidas a debate a través de los
diálogos, que son un elemento fundamental en
este tipo de narrativa;
-el relato se constituye en torno al protagonista que es un hombre en lucha con su propia
existencia. Unamuno prefiere el nombre agonista, recuperando el significado
original de la palabra, luchador.
Unamuno acuñó la palabra nivola para referirse a este
tipo de relatos y para diferenciarla de la novela que cultivaron los escritores
realistas. La invención de términos, así como la recuperación del significado
original de otras parabras, contribuyen a definir el estilo vivo y preciso de
Unamuno, en el que también abundan paradojas, antítesis, interrogaciones retóricas y exclamaciones que confieren a su prosa un tono muy personal.
Niebla
CAPITULO XVII
[…]
Augusto: - Pero ¿te has metido a escribir una novela?
Víctor: - ¿Y qué querías que hiciese?
- ¿Y cuál es su argumento, si se puede saber?
- Mi novela no tiene argumento, o mejor dicho, será el que vaya saliendo. El argumento se hace él solo.
- ¿Y cómo es eso?
- Pues mira, un día de estos que no sabía bien qué hacer, pero sentía ansia de hacer algo, una comezón muy íntima, un escarabajeo de la fantasía, me dije: voy a escribir una novela, pero voy a escribirla como se vive, sin saber lo que vendrá. Me senté, cogí unas cuartillas y empecé lo primero que se me ocurrió, sin saber lo que seguiría, sin plan alguno. Mis personajes se irán haciendo según obren y hablen, sobre todo según hablen; su carácter se irá formando poco a poco. Y a las veces su carácter será el de no tenerlo.
- Sí, como el mío.
- No sé. Ello irá saliendo. Yo me dejo llevar.
- ¿Y hay psicología?, ¿descripciones?
- Lo que hay es diálogo; sobre todo diálogo. La cosa es que los personajes hablen, que hablen mucho, aunque no digan nada.
[...]
Víctor: Y sobre todo que parezca que el autor no dice las cosas por sí, no nos molesta con su personalidad, con su yo satánico. Aunque, por supuesto, todo lo que digan mis personajes lo digo yo ...
Augusto: - Eso hasta cierto punto ...
- ¿Cómo hasta cierto punto?
- Sí, que empezarás creyendo que los llevas tú, de tu mano, y es fácil que acabes convenciéndote de que son ellos los que te llevan. Es muy frecuente que un autor acabe por ser juguete de sus ficciones ...
- Tal vez, pero el caso es que en esa novela pienso meter todo lo que se me ocurra, sea como fuere.
- Pues acabará no siendo novela.
- No, será... será... nivola.
- Y ¿qué es eso, qué es nivola?
- Pues le he oído contar a Manuel Machado, el poeta, el hermano de Antonio, que una vez le llevó a don Eduardo Benoit, para leérselo, un soneto que estaba en alejandrinos o en no sé qué otra forma heterodoxa. Se lo leyó y don Eduardo le dijo: Pero ¡eso no es soneto! ... No, señor -le contestó Machado-, no es soneto, es ... sonite. Pues así con mi novela, no va a ser novela, sino... ¿cómo dije?, navilo ... nebulo, no, no, nivola, eso es, ¡nivola! Así nadie tendrá derecho a decir que deroga las leyes de su género ... Invento el género, inventar un género no es más que darle un nombre nuevo, y le doy las leyes que me place. ¡Y mucho diálogo!
- ¿Y cuando un personaje se queda solo?
- Entonces ... un monólogo. Y para que parezca algo así como un diálogo invento un perro a quien el personaje se dirige.
- ¿Sabes, Víctor, que se me antoja que me estás inventando?
- ¡Puede ser!
Al separarse uno de otro, Víctor y Augusto, iba diciéndose éste:
Y esta mi vida, ¿es novela, es nivola o qué es? Todo esto que me pasa y que les pasa a los que me rodean, ¿es realidad o es ficción? […]
Niebla
CAPITULO XXXI
Aquella tempestad del alma de Augusto terminó, como en terrible calma, en decisión de suicidarse. Quería acabar consigo mismo, que era la fuente de sus desdichas propias. Mas antes de llevar a cabo su propósito, como el náufrago que se agarra a una débil tabla, se le ocurrió consultarlo conmigo, con el autor de todo este relato. Por entonces había leído Augusto un ensayo mío en que, aunque de pasada, hablaba del suicidio, y tal impresión pareció hacerle, así como otras cosas que de mí había leído, que no quiso dejar este mundo sin haberme conocido y platicado un rato conmigo. Emprendió, pues, un viaje, acá, a Salamanca, donde hace más de veinte años vivo, para visitarme.
Cuando me anunciaron su visita sonreí enigmáticamente y le mandé pasar a mi despacho-librería. Entró en él como un fantasma, miró a un retrato mío al óleo que allí preside a los libros de mi librería, y a una seña mía se sentó, frente a mí.
[…]
- ¡Parece mentira! -repetía-, ¡parece mentira! A no verlo no lo creería ... No sé si estoy despierto o soñando ...
- Ni despierto ni soñando -le contesté.
- No me lo explico ... no me lo explico -añadió-; mas puesto que usted parece saber sobre mí tanto como sé yo mismo, acaso adivine mi propósito ...
- Sí -le dije-, tú -Y recalqué este tú con un tono autoritario-, tú, abrumado por tus desgracias, has concebido la diabólica idea de suicidarte, y antes de hacerlo, movido por algo que has leído en uno de mis últimos ensayos, vienes a consultármelo.
El pobre hombre temblaba como un azogado, mirándome como un poseído miraría. Intentó levantarse, acaso para huir de mí; no podía. No disponía de sus fuerzas.
- ¡No, no te muevas! -le ordené.
- Es que ... es que ... - balbuceó.
- Es que tú no puedes suicidarte, aunque lo quieras.
- ¿Cómo? -exclamó al verse de tal modo negado y contradicho.
- Sí. Para que uno se pueda matar a sí mismo, ¿qué es menester? -le pregunté.
- Que tenga valor para hacerlo -me contestó.
- No -le dije-, ¡que esté vivo!
- ¡Desde luego!
- ¡Y tú no estás vivo!
- ¿Cómo que no estoy vivo?, ¿es que me he muerto? -Y empezó, sin darse clara cuenta de lo que hacía, a palparse a sí mismo.
- ¡No, hombre, no! -le repliqué-. Te dije antes que no estabas ni despierto ni dormido, y ahora te digo que no estás ni muerto ni vivo.
- ¡Acabe usted de explicarse de una vez, por Dios!, ¡acabe de explicarse! -me suplicó consternado-, porque son tales las cosas que estoy viendo y oyendo esta tarde, que temo volverme loco.
- Pues bien; la verdad es, querido Augusto -le dije con la más dulce de mis voces-, que no puedes matarte porque no estás vivo, y que no estás vivo, ni tampoco muerto, porque no existes ...
- ¿Cómo que no existo? -exclamó.
- No, no existes más que como ente de ficción; no eres, pobre Augusto, más que un producto de mi fantasía y de las de aquellos de mis lectores que lean el relato que de tus fingidas venturas y malandanzas he escrito yo; tú no eres más que un personaje de novela, o de nivola, o como quieras llamarle. Ya sabes, pues, tu secreto.
Al oír esto se quedó el pobre hombre mirándome un rato con una de esas miradas perforadoras que parecen atravesar la mira a ir más allá, miró luego un momento a mi retrato al óleo que preside a mis libros, le volvió el color y el aliento, fue recobrándose, se hizo dueño de sí, apoyó los codos en mi camilla, a que estaba arrimado frente a mí y, la cara en las palmas de las manos y mirándome con una sonrisa en los ojos, me dijo lentamente:
- Mire usted bien, don Miguel ... no sea que esté usted equivocado y que ocurra precisamente todo lo contrario de lo que usted se cree y me dice.
- Y ¿qué es lo contrario? -le pregunté alarmado de verle recobrar vida propia.
- No sea, mi querido don Miguel -añadió-, que sea usted y no yo el ente de ficción, el que no existe en realidad, ni vivo, ni muerto ... No sea que usted no pase de ser un pretexto para que mi historia llegue al mundo ...
- ¡Eso más faltaba! -exclamé algo molesto.
- No se exalte usted así, señor de Unamuno -me replicó-, tenga calma. Usted ha manifestado dudas sobre mi existencia ...
- Dudas no -le interrumpí-; certeza absoluta de que tú no existes fuera de mi producción novelesca.
- Bueno, pues no se incomode tanto si yo a mi vez dudo de la existencia de usted y no de la mía propia. Vamos a cuentas: ¿no ha sido usted el que no una sino varias veces ha dicho que don Quijote y Sancho son no ya tan reales, sino más reales que Cervantes?
- No puedo negarlo, pero mi sentido al decir eso era ...
- Bueno, dejémonos de esos sentires y vamos a otra Cosa. Cuando un hombre dormido en la cama sueña algo, ¿qué es lo que más existe, él como conciencia que sueña, o su sueño?
- ¿Y si sueña que existe él mismo, el soñador? -le repliqué a mi vez.
- En ese caso, amigo don Miguel, le pregunto yo a mi vez, ¿de qué manera existe él, como soñador que se sueña, o como soñado por sí mismo? Y fíjese, además, en que al admitir esta discusión conmigo me reconoce ya existencia independiente de sí.
- ¡No, eso no!, ¡eso no! -le dije vivamente-. Yo necesito discutir, sin discusión no vivo y sin contradicción, y cuando no hay fuera de mí quien me discuta y contradiga invento dentro de mí quien lo haga. Mis monólogos son diálogos.
[…]
-Unamuno: Y para castigar tu osadía y esas doctrinas disolventes, extravagantes, anárquicas, con que te me has venido, resuelvo y fallo que te mueras. En cuanto llegues a tu casa te morirás. ¡Te morirás, te lo digo, te morirás!
- Pero ¡por Dios! ... -exclamó Augusto, ya suplicante y de miedo tembloroso y pálido.
- No hay Dios que valga. ¡Te morirás!
- Es que yo quiero vivir, don Miguel, quiero vivir, quiero vivir ...
- ¿No pensabas matarte?
- ¡Oh, si es por eso, yo le juro, señor de Unamuno, que no me mataré, que no me quitaré esta vida que Dios o usted me han dado; se lo juro ... Ahora que usted quiere matarme quiero yo vivir, vivir, vivir ...
- ¡Vaya una vida! -exclamé.
- Sí, la que sea, Quiero vivir, aunque vuelva a ser burlado, aunque otra Eugenia y otro Mauricio me desgarren el corazón. Quiero vivir, vivir, vivir ...
- No puede ser ya ... no puede ser ...
[…]
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